lunes, 22 de septiembre de 2014

El abuelo que saltó por la ventana y se largó, de Jonas Jonasson (traducido por Sofía Pascual Pape)

Después de La químicasecreta de los encuentros (cuyo autor es francés) y de Vacaciones con papá (firmado por una alemana), tocaba seguir subiendo y llegar un poco más al norte. Por eso he cogido este libro tan eminentemente escandinavo, de autor (y protagonista) sueco. Eso sí, me resultará difícil encontrar un libro lapón, así que creo que después me volveré al sur...

La literatura escandinava, en voga desde la publicación de Los hombres que no amaban a las mujeres, guarda joyas como ésta. El abuelo que saltó por la ventana y se largó es uno de esos libros que te divierten, te enseñan y te hacen sentir mejor. Detras de una historia a la que a veces cuesta cogerle el punto se esconde un trasfondo que de verdad vale la pena. Es una oda a la sencillez, a la simplificación e incluso al optimistmo, una forma de hacernos ver que algunas cosas tienen menos importancia de la que les concedemos y una sutil crítica a todas aquellas ocasiones en las que somos incapaces de darnos cuenta.

También es una novela de la que se puede aprender mucho de historia y que te empuja a saber más, y éste es uno de los factores que yo considero definitivos para que un libro atraviese la barrera de 'simplemente bueno' y llegue un paso más allá. No voy a desvelar nada, porque quiero que te sorprendas con cada página, pero te aseguro que aprenderás mucho con su lectura... y con su posterior documentación.


Para terminar, saliéndome un poco de mi tónica general, te voy a ordenar algo: insiste aunque pienses que las primeras páginas no son gran cosa y continúa con la lectura. Y, sobre todo, no leas la sinopsis de la contraportada.  

viernes, 19 de septiembre de 2014

Cría hablantes nativos...

Hace tiempo, cuando mi estancia en Alemania aún no había terminado, me ocurrió una cosa muy curiosa. Una amiga que también estaba de Erasmus, procedente de Estrasburgo y con un nivel aceptable de alemán, hizo un evento para invitarnos a su cumpleaños. La primera parte de la invitación estaba redactada en alemán, con una correcta puntuación y sin fallos evidentes. La segunda estaba en algo parecido a francés: era un párrafo lleno de abreviaturas y expresiones coloquiales, donde las comas brillaban por su ausencia. Al menos, se dignó poner puntos.

Esto me sorprendió mucho. Es cierto que cuando aprendemos un idioma tratamos de acercarnos a la máxima corrección y que no nos atrevemos a usar abreviaturas o expresiones coloquiales con la misma naturalidad que en nuestra lengua materna. Tal vez pensamos que somos intrusos en un terreno hostil, o no contamos con la seguridad suficiente para ello, pero el caso es que muchos tratan los idiomas extranjeros con un mayor respeto que el propio.

De hecho, parece ser que tenemos una especie de autorización moral para torturar nuestra lengua materna a nuestro antojo. El vínculo que nos une es tal vez demasiado estrecho y ya se sabe que la confianza da asco. También puede que en otras lenguas escuchemos inconscientemente esa voz interior que nos advierte de que seguramente ya estemos cometiendo bastantes errores y que es mejor no arriesgarse. Lo que no podemos negar es que, si hay que torturar un idioma con impunidad, a base de abreviaturas y expresiones informales, elegiremos el materno y nos quedaremos tan anchos.


Es anecdótico que precisamente sean los franceses los que más y mejor torturan a su pobre lengua. Las palabras se ven tristemente mutiladas, mermadas y modificadas, y encima se encargan de rematarlas con una velocidad imposible y un volumen mínimo. Aun así, no pretendo convertir esta entrada en un discurso en contra de nuestros vecinos galos y de su idioma, sólo los pongo de ejemplo para algo que muchos de nosotros ya habremos visto con nuestros propios ojos: los hablantes no siempre son los mejores defensores de una lengua, por muy nativos que sean.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Microrrelatos

Hace tiempo, publiqué un microrrelato de unas doscientas palabras que había escrito como parte de un encargo para una asignatura de la carrera. Estaba satisfecho con el resultado y decidí que era una forma aceptable de adentrarme en ese mundo, hasta entonces desconocido.

Sin embargo, ahora aspiro a convertirme en un experto. Junto con un par de amigos, hemos decidido crear sesiones semanales en las que cada uno presentará su microrrelato. El objetivo es contar una historia que pueda impactar con el menor número de palabras.

Reconozco que, para una persona de escritura serpenteante y retorcida como yo, que no puedo vivir sin frases subordinadas y soy incapaz de renunciar a los detalles, esto suponía un auténtico reto. Sin embargo, la iniciativa sigue hacia adelante y ya he conseguido sentirme orgulloso de un microrrelato con sólo siete palabras. Pasaremos por alto el hecho de que me han llegado a superar con seis, e incluso con uno “experimental” de cinco.

Y ahora la pregunta es... ¿qué es mejor? ¿Un microrrelato con el mínimo número de palabras o una historia corta que realmente llegué a impactar? Ya he dicho que mi estilo detallado y retorcido me pone en una situación difícil, pero no puedo negar el mérito que han tenido mis amigos y todos los escritores que han conseguido microrrelatos de cinco y seis palabras.


En fin, no te preocupes, seguiré actualizando el blog con alguna de mis entradas típicas. Los microrrelatos los reservo para nuestros pequeños “concursos”.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Vacaciones con papá, de Dora Heldt (traducido por María José Díez)

Cada poco tiempo, me paseó por la habitación de mi hermana o por el despacho de mi padre para ver qué libros tienen y siempre hay alguno me llama la atención. A pesar del evidente problema de que los títulos suelen ser los mismos y, con el tiempo, la variedad disminuye, hace poco descubrí uno que tenía muy buena pinta.

Como habrás podido adivinar, se trata de Vacaciones con papá. Tengo que reconocer que de primeras lo dejé en un segundo plano (el primer puesto fue para La química secreta de los encuentros, del que ya he hablado), pero pronto comencé su lectura y me vi inmerso en una historia hilarante, dinámica y muy alemana. Esto último también es algo destacable.

Vacaciones con papá es uno de esos libros que a todos nos gustaría escribir, una novela con la que hacer reír a todos los lectores. Irónico y divertido desde el principio, juega con los estereotipos y con situaciones a veces un poco absurdas que todos podemos extrapolar a nuestras propias vidas. Desde la relación entre padres e hijos hasta los clichés germanos, la autora sabe sacar petróleo de cualquier cosa. También es muy fácil meterse en la historia, imaginar los paisajes del norte de Alemania y, sobre todo, ponerse en la piel de Christine, la protagonista.

Además de ser tan ameno y gracioso, ha podido transportarme de nuevo a Alemania, país que abandoné hace poco y que, por suerte, aún no he tenido tiempo de echar de menos. Está presente en todo momento, desde las descripciones de la isla hasta las canciones y comidas que se mencionan. Hay un factor cultural importante que hace que la historia resulte mucho más auténtica y encantadora. Además, tengo que decirlo, la traducción es francamente buena: cuenta con las adaptaciones culturales necesarias y, al mismo tiempo, mantiene toda la esencia del país teutón.

Tal vez una historia que gira en torno a una relación fraterno-filial no es algo novedoso, y por momentos recuerda un poco a El diario de Bridget Jones. Quizás el hecho de jugar con los estereotipos está ya muy visto. E incluso se podría pensar que el sentido del humor es demasiado básico y las situaciones no siempre resultan del todo creíbles. Sin embargo, tengo que decir que la ironía es más sutil de lo que parece, que su lectura engancha mucho y, sobre todo, que lo recomendaría sin dudarlo. Es una pequeña obra de arte y la clásica novela para la que siempre se puede sacar un poco de tiempo.


De hecho, la única pega auténtica que puedo poner es que he leído este libro tan eminentemente estival justo cuando mis vacaciones llegan a su fin. Un pena...