Soy pésimo con
la informática. Mi profesor puede dar fe de ello. Mi inteligencia disminuye un
noventa por ciento cada vez que me siento delante de un ordenador y, si puedo
actualizar este blog con relativa frecuencia, se debe exclusivamente a que es
muy fácil - desde el punto de vista informático, claro está. Basta con escribir
un texto en un programa que ya está instalado, abrir la página web
correspondiente (además, mi contraseña no es complicada) y hacer un corta-pega
(en este caso, moralmente válido) de lo que he escrito.
Sin embargo,
no puedo evitar sentirme bastante inútil cuando pienso en la cantidad de cosas
que se pueden hacer… y de las que yo soy totalmente
incapaz. La red esconde un mundo de conocimientos y los informáticos han
desarrollado una cantidad ingente de programas, a cada cual más complejo, destinados a facilitarnos la vida.
Sin embargo, no
escribo porque quiera hacer publicidad del último modelo de la última marca, ni
porque quiera fomentar el uso del ordenador. Nada más lejos de la verdad. Lo
hago porque todo traductor (o estudiante de traducción, en mi caso) que se
precie debe pasarse un alto porcentaje de su tiempo sentado delante de la
computadora. Y yo me veo obligado a incluirme en este grupo.
Por suerte, el
personal de la universidad ha decidido que el grado en traducción cuente con
una serie de asignaturas destinadas a los informatineptos como yo. Gracias a
ello me tiro unas cuantas horas semanales en el aula de informática, cada vez
soy capaz de hacer más cosas y, con un poco de suerte, en un futuro seré un
traductor un poco más competente y menos informatinepto. Eso sí, a costa de la
nota media que me gustaría…
En cierto
modo, se podría decir que los ordenadores son como amigos cargados de paciencia
que siempre están ahí, que ayudan con todo lo que pueden y que hacen la vida
más fácil para la gente normal. Como no es mi caso, no les dedicaré la entrada
de hoy; se la dedicaré a la relación de amor-odio que tengo con ellos… de
momento.
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