Hace muchos años, un
profesor de lo que por aquel entonces se llamaba ‘Lengua Española
y Literatura’ planteó una pregunta para comenzar el curso: cuál
era el objetivo de su asignatura. Todos nos quedamos un poco
sorprendidos. Tal vez nuestra curiosidad había desaparecido con
nuestra infancia. Tal vez la adolescencia no había venido acompañada
de una nueva capacidad para cuestionarlo todo. Tal vez, simplemente,
nuestro conformismo nos había llevado a una actitud tan pasiva que
ni siquiera se nos había ocurrido pensar que había un motivo detrás
de esa materia.
Yo por aquel entonces ya
presumía de lo bien que escribía. No había faltas de ortografía
que mancharan mis redacciones, no faltaban más acentos que los que
no ponía por despiste e incluso las comas parecían estar en su
sitio. Sin embargo, mi escritura aceptable había llegado a mí de
forma tan pasiva como yo había alcanzado la adolescencia. No había
un porqué detrás.
Supongo que por eso me
quedé callado y esperé a que fuera el profesor el que respondiera a
su propia pregunta, algo que hacemos los estudiantes en un porcentaje
absurdo de las veces. Alguno de mis compañeros sí que aventuró une
especie de respuesta, algo parecido a ‘para escribir bien’, pero
eso tan solo trajo consigo una nueva pregunta: para qué servía
escribir bien.
La clase parecía
animarse y ahora sí que hubo distintas respuestas: para ser más
culto, para dar buena imagen… El profesor las dio por buenas, pero
valoró especialmente una opción un poco más atrevida: para
expresar mejor los sentimientos.
Por algún motivo, esa
afirmación se quedó grabada en mi cabeza y, a día de hoy, se ha
convertido en la razón principal por la que lucho por escribir de la
mejor manera posible. Muchas veces me he refugiado en algo parecido a
un diario, en garabatear frases aleatorias o en transcribir la letra
de mis canciones favoritas. Iba en busca de consuelo y sé que no lo
habría encontrado si mi español no me lo hubiera permitido. Si no
supiera escribir (bien) no habría podido expresar lo que sentía y
quizá esa incapacidad habría traído consigo frustración y rabia,
en lugar del consuelo que yo anhelaba.
Supongo que, por tanto,
eso es lo que yo respondería si me preguntaran ahora mismo cuál es
la importancia de saber escribir bien.
Habrá quien argumente
que no es necesario tener una ortografía impoluta, o una perfecta
redacción, para poder expresar sus sentimientos. En ese caso, mi
razonamiento sería inválido y tendría que aportar otros motivos
que hacen que escribir bien sea tan importante.
No hay problema, porque
hay otra razón fundamental - principalmente para los traductores:
escribir correctamente también es un medio de vida. El nuestro. Un
impecable manejo del español es nuestra carta de presentación,
nuestro aliado y nuestra mejor arma. Es lo que permitirá decir, sin
errores, todo lo que queremos y es la herramienta gracias a la cual
podremos afirmar, con la frente bien alta que somos «un buen
traductor».