Hace poco tiempo confluyeron dos variables,
digamos, poco afortunadas. Por un lado, un artículo de un afamado periodista
levantó ampollas entre los traductores por su defensa a ultranza de la versión
original y por los términos poco halagüeños con que describía a los encargados
del doblaje de las películas.
Por otro, una profesora de traducción literaria
dio una charla para una de mis asignaturas y nos trajo como ejemplo una novela
escrita en romanesco, el dialecto (o, mejor dicho, sociolecto) hablado en la
capital de Italia. En concreto, el libro reflejaba muchas expresiones que,
específicamente, eran utilizadas por los habitantes de zonas concretas de Roma.
A pesar de la innegable dificultad que entraña dicho libro, existen dos
traducciones al español. Ambos traductores eran conscientes de la importancia
que tan particular habla tiene en el conjunto del libro e intentaron mantenerla
en la medida de lo posible. Las opciones eran muy variadas, y normalmente
distintas para ambos. Sin embargo, y por muy aceptables que fueran muchas de
ellas, la profesora en cuestión acabó el seminario con una frase lapidaria: no
se puede hacer una traducción de un libro así. Se pierde demasiado.
Ambos puntos de vista me parecen un poco
radicales, la verdad. Y eso que yo soy de los que defienden la calidad de la
versión original por encima de la traducción. Sin embargo, son esas
traducciones las que nos acercan obras escritas en idiomas como el sueco, el
ruso o el japonés. Lenguas que, yo al menos, no tengo el gusto de dominar. Y,
ya puestos, son esas traducciones las que dan trabajo a miles de personas como
yo, las que permiten que el avance tecnológico sea aún más rápido y las que
permiten que un griego y un neerlandés puedan debatir en inglés sobre un libro
de Paulo Coelho.
No obstante, parece que nos podemos plantear la
siguiente pregunta: ¿Es mejor renunciar a toda traducción y limitarse a las
obras producidas en nuestra lengua materna y los idiomas que dominemos? ¿O
aceptar que habrá pérdidas pero intentar disfrutar de la traducción al máximo?
Sinceramente, yo no dudo al decidirme por la
segunda opción. Algunos de los libros que más me han enganchado eran
traducciones (Harry
Potter y la piedra filosofal, El código da Vinci,
La ladrona de
libros…) y no querría que el mundo no hispanohablante se perdiera
ejemplares escritos en español, como El capitán Alatriste
o La sombra del
viento. Del mismo modo, las películas de mi infancia estaban dobladas, así
como muchas de las series que me han acompañado durante mi adolescencia. ¿Que
los originales son mejores? No lo dudo, pero me parece un atraso renunciar a
toda traducción sólo porque lo sea.
Así pues, ve a la biblioteca a por el último
libro de Murakami, disfruta de Ida en tu cine
más cercano y regálale la traducción al alemán de La catedral del mar
a ese amigo del Erasmus que no sabe una palabra de español.
Me parece oportuna tu entrada, yo acabo de adquirir tres obras de Naomi Klein traducidas del inglés al francés, y en el título una de ellas ya me pareció mal traducida, la obra al español mantuvo el título original, pero quizá sea todo por marketing. Estoy de acuerdo, no podemos prescindir de la traducción, casi todos leemos a traductores. Es un trabajo titanesco y complicado traducir, invisible, y muchas veces mal pagado, pero indispensable para la difusión de las letras.
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