Hace tiempo, cuando mi
estancia en Alemania aún no había terminado, me ocurrió una cosa
muy curiosa. Una amiga que también estaba de Erasmus, procedente de
Estrasburgo y con un nivel aceptable de alemán, hizo un evento para
invitarnos a su cumpleaños. La primera parte de la invitación
estaba redactada en alemán, con una correcta puntuación y sin
fallos evidentes. La segunda estaba en algo parecido a francés: era
un párrafo lleno de abreviaturas y expresiones coloquiales, donde
las comas brillaban por su ausencia. Al menos, se dignó poner
puntos.
Esto me sorprendió
mucho. Es cierto que cuando aprendemos un idioma tratamos de
acercarnos a la máxima corrección y que no nos atrevemos a usar
abreviaturas o expresiones coloquiales con la misma naturalidad que
en nuestra lengua materna. Tal vez pensamos que somos intrusos en un
terreno hostil, o no contamos con la seguridad suficiente para ello,
pero el caso es que muchos tratan los idiomas extranjeros con un
mayor respeto que el propio.
De hecho, parece ser que
tenemos una especie de autorización moral para torturar nuestra
lengua materna a nuestro antojo. El vínculo que nos une es tal vez
demasiado estrecho y ya se sabe que la confianza da asco. También
puede que en otras lenguas escuchemos inconscientemente esa voz
interior que nos advierte de que seguramente ya estemos cometiendo
bastantes errores y que es mejor no arriesgarse. Lo que no podemos
negar es que, si hay que torturar un idioma con impunidad, a base de
abreviaturas y expresiones informales, elegiremos el materno y nos
quedaremos tan anchos.
Es anecdótico que
precisamente sean los franceses los que más y mejor torturan a su
pobre lengua. Las palabras se ven tristemente mutiladas, mermadas y
modificadas, y encima se encargan de rematarlas con una velocidad
imposible y un volumen mínimo. Aun así, no pretendo convertir esta
entrada en un discurso en contra de nuestros vecinos galos y de su
idioma, sólo los pongo de ejemplo para algo que muchos de nosotros
ya habremos visto con nuestros propios ojos: los hablantes no siempre
son los mejores defensores de una lengua, por muy nativos que sean.
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