-Las traducciones son
como las mujeres. Las más bellas son las más infieles (Palabras de María Elena Fernández-Miranda,
mujer del famoso traductor Eugène Nida).
Reacción ante estas palabras:
-Tú me eres fiel ¿verdad, cuchi cuchi?
Lo que en mi cabeza era un piropo evidente se convirtió en
una réplica de ‘¿Me estás llamando fea?’ (previsible, por otra parte). En fin,
dejémoslo. Lo importante es la verdad que esconde esa frase: para que una
traducción sea bella, tiene que ser infiel. Es difícil mantener la esencia del
idioma fuente y, al mismo tiempo, conseguir una buena traducción.
Repito lo que dije en mi entrada anterior: un buen traductor
debe ser, ante todo, un buen escritor. Alguna vez, al leer un libro traducido
(del inglés, del italiano…) me han llamado la atención expresiones, giros y
estructuras de esos idiomas, que sonaban mal en español. Es perfectamente
normal dejarse llevar por el magnetismo del idioma original, pero eso no es lo
que queremos.
En la Unión Europea conviven, si no me equivoco, veintitrés
lenguas diferentes. Todos los textos que se manejan están en los veintitrés
idiomas, pero todos ellos se consideran originales. Ninguno es una traducción.
Esto sería, por tanto, el objetivo de cualquier traductor: crear un texto
original. Reescribir la historia, hacerla tuya, “españolizarla” (en mi caso). ¿Que hay que ser infiel? Adelante, es por una buena causa.
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