Es la primera entrada del año 2015 y, aunque tengo algunas entradas actuales in the making, he encontrado ésta que escribí el año pasado y no me he podido resistir a publicarla. Primero, porque he sentido algo de morriña al leerla y, segundo, porque si dejo que pase más tiempo, estará cada vez más desactualizada. Espero que disfrutes con ella y, sobre todo ¡feliz año nuevo!
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Ya he comentado alguna
vez que, en un ambiente tan cosmopolita como es el Erasmus, estoy
teniendo la oportunidad de mejorar no sólo mi alemán, sino también
mi italiano y mi inglés. ¿Que qué pasa con el francés? Pues que
se está quedando atrás.
Me explico. Sí que
conozco a algunos franceses y francoparlantes varios, pero en general
todos prefieren hablar en alemán o en inglés (comprensible, tienen
que practicarlo) y yo tampoco insisto en cambiar de idioma porque me
da un poco de miedo. Sí, has leído bien. Me asusta iniciar una
conversación en francés con un nativo porque pienso que no voy a
estar a la altura. Resulta que los franceses hablan muy rápido y muy
bajito y, por mucho que haya sido capaz de coger cierta soltura y de
conseguir un vocabulario bastante rico, si no entiendes lo que te
dicen, la comunicación no fluye y los pobres francoparlantes se
sienten tan desorientados que cambian irremediablemente al inglés.
Sin embargo, paranoias
mentales aparte, tengo que confesar que es una lengua que me encanta.
Cierto, suena un poco cursi e, insisto, me cuesta entenderlo; pero
también tiene una musicalidad especial, un toque romántico y, para
qué negarlo, no es especialmente difícil de aprender. De hecho,
siempre di por hecho que sería mi segunda lengua en esta mi querida
carrera de traducción e incluso me lo llegué a plantear como
primera opción. Ahora que estoy a tope con el alemán, sólo me
queda cruzar los dedos para no haberme equivocado... Espero que no,
pero, en cualquier caso, le français me manque!
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